Alcanzando A Mi Ángel.

Dos mundos y un amor, dos sentimientos y un querer, dos cuerpos y un placer, dos melodías de amor y una vida para escucharlas juntos. Al morir Tamara, la novia de Mateo, este entra en una depresión horrible, llegando al punto de no querer salir. No quiere comer, no quiere moverse, no quiere hacer nada, hasta que su amiga Micaela le propone algo: Llamarla. Ella una médium. Sabe usar sus poderes y le comunica a su amigo que puede intentar que ella venga. Él acepta. Tamara llega. Le da una pluma a su novio y se va. Según ella, esa pluma es para poder contactar entre ellos, ¿será cierto? ¿Habrá sido real lo sucedido? ¿O sólo un sueño? ¿Tamara era de verdad o una ilusión? Eso lo descubrirás al leer esta novela.

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05/31/21

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Capítulo 2

Chapter 3

Me desperté en mi cama a la mañana siguiente. Vi el reloj y eran las diez
de la mañana. Me extrañé. Se supone que uno se desmaya unos minutos, no 6
horas. Traté de levantarme para pedir explicaciones a mis padres, pero... ¿con
qué cara iba a ir? Había estado a punto de matar  a mi engendrador. Genial, siempre arruinando
todo yo. Me había sentido muy enojado cuando entró mi padre, estaba en un
ataque de ira y solo pensaba en hacer daño. ¿Qué le diría? Ahora había otro
problema en mi vida.



Me quedé todo el día en la cama. Mi madre no entraba ni para ver cómo
estaba, traerme algo de comer o simplemente tocó la puerta. Pocas veces me
moví, sólo para ir al baño, pero pasé la mayor parte del tiempo escapando al
mundo de los sueños.



Seguí así durante dos días. Lo único que hacía era despertarme, ir al
baño, volver y dormir. Cuando tenía sed o hambre, agarraba algo de la heladera,
pero sentía que no lo merecía. O sea, mi padre solo había tratado de ayudarme y
yo lo había casi matado. Era un ser despreciable. No merecía la vida ni mucho
menos vivir bajo ese techo. ¿Cómo podía haber hecho semejante cosa? ¿Qué clase
de hijo le hacía daño a la persona que le dio la vida, le gritaba cosas
horribles y casi lo mataba solo porque él entro a su cuarto? No. Yo ya no
merecía ser llamado hijo. Se lo diría y me iría del mundo. No podía vivir con
la culpa en mi cabeza.



Soñé mucho durante esos tres días, principalmente con el incidente de
matarlo. Mi mente rememoraba una y otra vez la situación. En uno de esos
sueños, yo entraba tranquilamente a la pieza de mis padres con un cuchillo, les
cortaba el cuello sin darles tiempo a darse cuenta y luego comenzaba a
acuchillarlos. Les sacaba las tripas, el corazón, los ojos y el cerebro, los
dejaba agonizar unos minutos antes de sacarle cada órgano. Los descuartizaba.
Los mataba. Luego los metía al horno y me los comía cuando estaban cocinados. En
el sueño me sentía bien, sentía que ellos lo merecían, pero cuando me
despertaba solo me sentía peor persona.  Un asco. Un ser repugnante que estaba en ese
mundo para hacer daño. No era nadie.



Durante esos días tampoco vino nadie a mi cuarto. Ni el psicólogo, ni
mis padres, ni Mica. Nadie. Estaba solo, como me lo merecía. Claro que oía
movimientos todas las mañanas, y mediodías. Oía si cerraban una puerta o si
almorzaban. Normalmente lo hacían en silencio, aunque algunas veces hablaban de
mí. Por la tarde, hasta las 8 de la noche, la 
casa quedaba sumida en un silencio total, al menos humano. Yo dormía
escuchando los ruidos de la calle o los maullidos de la gata. La tercer tarde,
en la que estaba dispuesto a salir, vinieron a buscarla y tuve que abrir la
puerta. Traté de hacer de cuenta que nada había pasado, pero eso era tan
imposible como tocarse  el centro de la
espalda con el codo propio. Creo que mi prima notó algo raro en mí, aunque no
dijo nada. Nos despedimos y yo volví a mi cama. Luego tuve un sueño, en el que
hablaba con mi conciencia:



Me acercaba a un paisaje espléndido. Estaba sentando en unas rocas de
una playa, era el atardecer y parecía que estaba esperando algo. La marea subía
y subía, algunas veces me salpicaba los pies, pero no me importaba. Ese era yo,
visto desde otro plano. El chico que estaba sentado, comenzó a oír unas voces y
yo también. Súbitamente, me vi transportado al lado del chico. Esas voces eran
raras, apenas las podía distinguir.



— ¿Viste lo que hiciste?—le preguntaba alguien. No podía verlo, pero sé
que  tenía voz de mujer, una de esa de
las ancianas sabias que han pasado miles de cosas en la vida. Que sabía solucionarlo
todo.  Digo “preguntaba”, pero en
realidad era a mí mismo, al chico de al lado mío. Contesté por él.



—Sí… fue horrendo.



—Sí. Fuiste un estúpido ¡Tu padre nunca tuvo la culpa de nada!



—Él entró a mi habitación cuando yo estaba teniendo un ataque de ira—me
defendí.



—Sabes que no es cierto. Estás buscando a alguien a quien culpar, porque
no quieres aceptar que el error fue tuyo y solo tuyo.



—Si  él no hubiera entrado, yo no
lo habría atacado.



—Ponte en su lugar… Supongamos que tienes un hijo  y él empieza a gritar como endemoniado a mitad
de la noche, ¿qué harías? Era lógico que entraría. Podría haber un asesino, un
ladrón, o algo que se le parezca en tu cuarto. Él solo quería defenderte.



—Hubiera gritado “¡¡PAPÁÁÁ!!”, “¡MAMÁÁ!”, pero no, yo grité el nombre de
mi novia.



—Tu novia está muerta, eso tienes que aceptarlo.



—Tanto vos como yo sabemos que no es cierto. Ella volvió, tengo la pluma
y todo.



— ¿Y cómo sabes que no te estás volviendo loco?



—Tengo a Mica de testigo. Confío en su estado mental.



—Bueno… de todas maneras, lo que trato de decirte es que tu padre no
tiene la culpa.



—Ok, lo que tú digas. ¿Y ahora qué hago? ¿Voy y le pido perdón y somos
todos felices por siempre? No. El mundo no funciona así.



—Claro que no. Dile la verdad, a lo mejor te entiendan.



—Obvio, me van a entender—había sarcasmo en mi voz—. Les quise contar lo
de Tami y ya me tomaron de loco.



—Porque es más fácil creer que estás loco, tú lo sabes.



— ¡Pero, tienen un testigo!



—Sigue siendo el camino más fácil. Seguramente piensen que es alguna
trucada de niños para hacerles creer eso.



— ¡Claro! Un día estoy lo más deprimido habido por haber, al otro estoy
con una sonrisa y alegría infinita y solo fue una trucada.



—Ey… Yo sé que es difícil, pero son adultos. Ellos no ven todo como lo
ves vos. ¿Tú le creerías a tu hijo, si tuvieras?



—Claro que sí. Si me pasó a mí, a él también.



—Mmm…. Bueno. Cuéntale a tu padre, aunque no te crea. Estás arrepentido,
¿cierto?



—Sí, y mucho.



—Cuéntale. Debe de estar preocupado por ti y por lo que pasó.



—Seguro me odia.



La voz suspiró.



—No. Un padre jamás puede odiar a su hijo. Es una de las cosas más
sagradas que tiene, lo ama más que a su propia vida.



—Tengo amigos sin padres que los quieran o siquiera visiten.



—Padre no es el que engendra, sino el que cría.



—Sí, es cierto, pero aún así… No puedo ir simplemente así y decirle
todo, me siento mal… No puedo verlo a los ojos.



—Entonces no lo mires. Él te comprenderá. Luego puedes ir a la iglesia y
confesarte, para que Jesús se lleve los pecados de tu corazón.



—Ya perdí la fé cuando Tami murió.



La voz tomó un tono más dulce y conciliador.



—Las chicas van y vienen, Matt, pero Jesús es uno solo.



—Lo dudo. Si fuera tan bueno… yo, yo siempre había sido una buena
persona antes de ella, nunca le había hecho daño a nadie… Pero va un camión y
la pisa… Es horrible.  Perdí toda mi fe.
Si hay un dios tan misericordioso como dicen, no me haría sufrir como sufrí con
su muerte. No me dejaría tirado en el infierno.



—Primer punto: ¿no piensas que quizá era hora de que acabe su vida?
Quizá necesitaban ángeles en el cielo y ella fue llamada. Segundo punto: Tú
sufriste porque quisiste. No tenías necesidad, podías superar su muerte en solo
un par de meses, pero decidiste tirarte de cabeza al infierno.



—Yo no quise tirarme, fue tu dios el que me dejó desamparado y sin
ayuda. Él que me quitó lo más importante que tenía.



—No. No fue él… Dime, ¿has sido criado como un católico de primera?



—Sí. Me criaron con Dios en la mente.



— ¿Y tú crees que Dios sería capaz de dejarte solo y desamparado?



—Lo ha hecho, así que sí.



—No, y tú lo sabes,



— ¡Me quitó lo más importante que tenía!



—El primer mandamiento dice: “Amar a Dios por sobre todas las cosas”. Y
vos la amaste más a ella.



—Es distinto. Ella era el amor de mi vida. Y Dios… es Dios. Jamás me
hubiera planteado la idea de casarme con él.



—No se refiere a eso. Ella era tu vida. Y Dios ya no. Los dioses también
tienen sentimientos, Mateo.



—Lo sé, pero…



—Deja de buscar excusas. Tú dejaste de ir a misa cada domingo para
buscar refugio en sus brazos, tú lo culpaste a él de lo que te pasó, tú y solo
tú. No trates de tirarle la pelota de la culpa a otro.



 —Por favor, no me tortures más.



—Haz lo que te dije. Pide disculpas o tendremos esta conversación cada
vez que decidas dormir.



El sueño empezaba a desvanecerse.



— ¡No puedo!



Me iba alejando cada vez más y más del paisaje y me sentía más consciente.



— ¡Si quieres, puedes!



Y me desperté. Bruscamente. Me senté en mi cama, respirando agitado y
pensando. ¿Acababa de tener una cita psicológica conmigo mismo? Tal vez sí me
estaba volviendo loco.



¿Qué debía hacer? No lo sabía. Pero me cuando me quise dar cuenta,
estaba reflexionando sobre el sueño. Era verdad: Dios nunca me había
abandonado. Yo lo había abandonado a él. Lo había dejado por la persona que más
amaba y posteriormente, por mi depresión. Quizá hubiese sido más simple ir a la
iglesia y que él me ayude, pero no me dejé. La culpa era mía y solo mía.
Además, ¿quién me creía yo para pegarle a mi padre?  No era NADIE para hacer eso. Él solo quiso
ayudarme y yo le respondía como una mamá oso enfadada. Cómo si él me hubiera
querido liberar de una telaraña y yo lo hubiera picado a cambio. Era horrible.
Debía decírselo ya.



Me levanté, casi sin querer hacerlo, y caminé directo a la cocina. Era
la hora de comer, así que esperaba encontrarlos sentados a ambos.



Entré a la sala y ahí los vi, sentados uno enfrente de otro en la mesa
para cinco personas.  No sabía que decir.
Por suerte, me vieron y saludaron.



—Hola…—les contesté. Me había ruborizado—¿Podemos hablar?



—Claro que sí—contestó mi madre.



Me senté y los miré. ¿De verdad estaba a punto de contarles que debían
matarme? Mi mamá me miraba como siempre: preocupada. Tenía unos ojos verdes
preciosos, piel pálida, nariz en gancho, boca pequeña y pelo corto, negro y
lacio. Me miraba como si me hubiera golpeado y necesitara ayuda. No- podía
soportar esa mirada: era demasiado para mí. Saber que me quería a pesar de
todo… no, no lo podía soportar. Cambié la mirada a mi padre, pero reflejaba lo
mismo que ella. Sus ojos marrones me miraban a través de sus anteojos,  con expresión algo más que preocupada. Tenía
una ceja arqueada y su boca estaba en una firme línea. No, tampoco podía
soportarlo. Bajé la mirada a mis manos entrelazadas.



Les conté todo. Sin esconder ningún detalle. Les hablé del día en que
murió Tami, de cómo me había sentido todo ese tiempo, de la propuesta de Mica
para llamarla, el momento que tuve con ella, lo feliz que me sentí, como la
había intentado llamar la noche anterior y lo furioso que me había puesto. Pedí
disculpas, hasta ponerme de rodillas. Les seguí contando lo arrepentido que me
sentía, las ganas que tenía de morirme y el sueño que acababa de tener. Todo.
Les dije que debía tratar de controlarme y que no merecía ser llamado hijo ni
vivir bajo ese techo, que debían asesinarme, que yo ya no podía vivir con eso
en la cabeza. Ellos podrían perdonarlo, pero yo no. Terminé llorando cuando
dije la última frase:



—Ustedes podrán decir que estoy loco, es el camino más fácil, pero es
toda la verdad. Ya no voy a vivir. Quítenme la vida, soy un asco. No soy nadie
y menos ahora. No podré vivir con esto en la cabeza, ténganme piedad.



Acto después, me preparé para escuchar una buena reprimenda. Una que
tenía merecida, pero ellos solo se quedaron callados y me preguntaron si no
quería un poco de agua. Les dije que no, que no la merecía, pero insistieron
hasta que acepté tomar un trago.



Estuvieron en silencio un largo tiempo, no sé cuánto, pero fueron uno de
los más eternos de mi vida. Seguramente estaban pensando en cómo reaccionar.
Estaba seguro de que no era fácil, yo tampoco habría sabido qué hacer. Si yo
fuera el padre, habría tratado de tranquilizarlo enseguida, decirle que todo
estaba bien y estaba perdonado. Decirle que ya había pasado, tratar de
consolarlo lo mejor posible. Pero lo cierto es que el chico también se merecía
una reprimenda por lo que había hecho. Seguramente mis padres trataban de
evaluar qué hacer. No pude aguantar más el silencio y le pregunté a mi padre:



— ¿Cómo está tu cuello? —fue una pregunta simple, pero trajo a ambos a
la realidad. Mamá se levantó a recoger la mesa y mi papá me contestó:



—Bien. Me duele un poco, pero no me has hecho más daño. El Dr. Rochester
dice que estoy bien y dentro de unas semanas se me pasará. Alcancé a gastar
parte de tu energía y aflojaras cada tanto para que no me mataras, aunque… de
no ser por tu madre, creo que estaría muerto.



—Lo sé, lo siento… Estaba muy frustrado por no haber podido contactar a
Tamara.



—Te entiendo… Yo solía tener ataques 
como esos cuando era una adolescente. Me los curó un psiquíatra.



—¿No estás enojado conmigo?



—No creo que “enojado” sea la palabra correcta. Solo es difícil de
aceptar, hijo… Siempre había pensado que amabas tu vida.



—Papá… Todas esos insultos que te dije y lo del aborto…. Estaba muy
enojado, no sabía cómo controlarme. Nada de eso es verdad. Estoy agradecido de
que vos y mamá me hayan tenido y criado como su hijo. Lo siento mucho, de
verdad.



—Bueno… pero ten en cuenta que en adelante deberías empezar como yo hice
con mis ataques. A lo mejor te sirve.



—Papá. Ustedes gastaron siete meses en un psicólogo que no me sirvió de
nada. No quiero que vuelvan a gastar. Y mucho menos tratarme como a su hijo. No
merezco ese trato.



—No lo hiciste queriendo, muchacho…



Hubiera preferido que me hubieran dado terrible reprimenda en vez de que
me comprendieran. Eso era insoportable. Claro, un adolescente siempre quiere
que sus padres lo comprendan, pero esta vez era distinto para mí.



—Si supieras la clase de pensamientos que tuve mientras lo hacía…. No,
no dirías lo mismo jamás. Quería matarte, tenía ganas de hacerlo…. Fue horrible—le
contesté.



—Y yo te entiendo, yo también pasé por eso.



—No, yo debería estar muerto, papá…. Yo no puedo vivir más.



—Sí que puedes. Yo les pegué a mis padres muchas veces sin querer, en
uno de esos ataques… Nuestra familia se caracteriza por eso, pero se supera
pasados los 25 años. Creo en vos y confiaría mi vida a la tuya.



—No deberías…. —hundí mi cara entre mis manos—. Papá, soy un monstruo y
merezco ser tratado como tal.



—No, hijo, no.  Entiendo cómo te sientes,
yo me sentí así.



—Papá, no…



—Sí entiendo—me cortó—. Mañana intentaremos conseguir un buen
psiquíatra, ¿de acuerdo?



—No quiero que gastes dinero en mí.



—Es importante. No es un problema muy grave, pero debe ser solucionado.
Mientras tanto… te perdono, hijo.



En ese momento lloré con fuerza. No, no merecía ese perdón ni el de
nadie. No podía seguir queriéndome después de eso.  Escuché que mi padre trataba de
tranquilizarme, pero eso me era imposible. Yo era un animal, un monstruo, un
idiota. No podía aceptar pegarle y luego que me perdonen. Era mucho para mí.



Mi padre me rodeó con sus brazos y me dijo que todo iba a estar bien,
que ya había pasado. Me acompañó a mi cuarto y se quedó hasta que paré de
llorar. Me dijo algo, pero no lo escuché. Le di las gracias, por perdonarme,  y me dormí.



Tendría que hablar con Mica a la mañana siguiente.


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